La moda por el feminismo

 

Mi relación con la moda se remonta a la temprana edad. Vestida en ensembles florales, con botas escarchadas de colores que combinaban, y un pequeño moño decorando el pelo corto que—para el horror de mi mamá—tanto insistía en tener, soñaba despierta en convertirme, algún día, en la empoderada y estilosa mujer que me vio crecer: siempre vestida con sus sastres color pastel, tacones altos hasta el cielo, y los largos crespos enmarcando la hermosa sonrisa que, incluso hoy, me reconforta más que cualquier otra cosa en el mundo. Los primeros trajes fueron reemplazados constantemente por vestidos de faldas amplias para ocasiones especiales; luego, y más permanentemente, por outfits compuestos por ombligueras, jeans bota campana, y plataformas de 12 cm; y eventualmente por camisas con moños en el cuello, culottessuecos de Gucci con motivos florales. A medida que crecía, las formas en que me vestía cambiaban, pero algo siempre se mantuvo constante: la sensación de empoderamiento que con mi ropa me doy.

No estoy muy segura del momento exacto en que me di cuenta de la importancia de la moda para mi propio empoderamiento. Tal vez tuvo algo que ver con mis amigas del colegio alabando mi estilo ya a los 11 o 12, o de pronto con el proceso de diseñar el vestido que usé para mis quince. Pero, para cuando me gradué del colegio, ya era bastante claro que la moda era mi gran aliada en la lucha por el empoderamiento de la mujer, por el feminismo, y por mi propio bien.

En una sociedad altamente patriarcal, en mi adolescencia tuve que ver a algunas de las mujeres más cercanas a mí ser tratadas como prostitutas, como basura, por aquellos que decían amarlas, usando su estilo como explicación de tales acusaciones. Tuve que oír a hombres insultando a sus esposas por usar botas hasta la rodilla, vestidos pegados al cuerpo, tacones. Y, peor aun, tuve que oír a las mujeres criticar a las suyas por las mismas razones. La falta muy corta, el vestido muy apretado, los tacones muy altos… Todos estos significadores de una moral muy baja.

Como si la ropa hiciera a la mujer. Como si los miles de años que han pasado desde que el patriarcado comenzó formalmente a moralizar a las mujeres y relegarnos a ser viles copias de una virgen nunca hubieran pasado. Como si el feminismo jamás hubiera existido en este mundo.

Y lo peor todavía no había comenzado.

Cuando escogí estudiar matemáticas, me di cuenta que la ropa en una mujer es más que una medida de la moral: también puede revelar nuestras capacidades intelectuales. Siendo una mujer bien vestida, con estilo femenino, más me demoré en entrar a la universidad que en llamar la atención de más de un profesor que, basado en el pensamiento patriarcal arcaico predominante, no podía ver el potencial en mi cerebro. Pude ver sus miradas de desaprobación, sentir su rechazo, reconocer ese malvado placer en mi contienda. Y, aunque esto me llevó a quedarme ahí por más tiempo del necesario, finalmente pasé a una mejor vida.

Pero algo aprendí: la moda es mi herramienta para el feminismo.

Entre más rechazo sentía, más me esforzaba en vestirme para jugar a la fémina: usando vestidos, maquillando cuidadosamente mi cara, peinándome el pelo. Pocas cosas disfrutaba más que sacar buenas notas y además verme bien. Mi pasatiempo de fin de semana pronto se convirtió en ver las caras confundidas de los falsos galanes cuando les contaba que estudiaba matemáticas; por como me veía, ellos claramente esperaban algo “más femenino”—lo que sea que eso signifique—. Y aunque la palabra matemática haya abandonado el discurso, todavía recibo esas miradas—y los comentarios inapropiados—cuando menciono que voy en camino hacia un PhD.

Fue mi lucha personal con la moda—queriendo vestirme bien y ser inteligente simultáneamente—lo que me trajo a la academia en la moda. Y es esa misma lucha la que sigue guiando mi investigación en la historia de la moda, el arte y la mujer.

La moda, muy frecuentemente, es equiparada con lo frívolo, lo voluble, lo irracional—características que, al menos desde el siglo XVIII, han sido asociadas inequívocamente con lo femenino. Suele ser descartada como poco importante, como “disparates efímeros” (como dice Polhemus). Hombres y mujeres la ignoran, por ser muy femenina, muy superficial. Hasta las feministas le han declarado la guerra por ser la principal razón de sujeción de la mujer en nuestros tiempos.

Pero, ahora lo sé, la moda es mucho más que sujeción y superficialidad.

Tomen, por ejemplo, el corset. Durante años fue considerado una prenda abiertamente opresiva: modificaba los cuerpos de las mujeres para el placer de la mirada masculina, mientras que impedía su movimiento, desplazando los órganos internos, convirtiéndolas en meros objetos bonitos para ser puestos dentro del hogar. Pero, como Valerie Steele ha demostrado, las mujeres también jugaron un rol activo en la perpetuación del estilo, incluso llegando a encontrar formas de empoderamiento en él. Hoy, después de siglos de re-significación, se ha convertido en un símbolo de resistencia feminista (ver: “Can a Corset Be Feminist?” (¿Puede el corset ser feminista? en el NY Times).

En una era en que necesitamos recordarle a nuestros gobiernos y a nuestras sociedades de la importancia de la igualdad, los derechos humanos, la riqueza de la diversidad, necesitamos muchísimos más de esos símbolos. Necesitamos usar a la moda para subvertir las divisiones de género, para empoderarnos—a todos, porque no son sólo las mujeres que sufren de la hegemonía patriarcal—, para avanzar hacia una nueva rebelión feminista. Y en esta nueva ola del feminismo, complicada y contradictoria como ella es, la moda está ahí para recordarnos, día a día, que el feminismo es más que una tendencia o un fenómeno cultural: el feminismo es un movimiento político que necesitamos para el progreso de nuestras sociedades.

Y la moda, si aprendemos a usarla como tal, es poder feminista.

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  1. Pingback:Hablemos de moda – Laura Beltran-Rubio

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