Reflexiones de estilo: Sobre el uso de colores fuertes

 

Una de mis formas favoritas de hacer investigación de moda es documentando y reflexionando sobre mis prácticas de vestir. Al hacerlo, atravieso un proceso de introspección en el cual cuestiono no sólo las prendas que escojo usar—tanto en el diario vivir como en ocasiones especiales—sino también las razones que se encuentran detrás de mis elecciones. Es un proceso de auto-etnografía que me permite explorar la relación entre mi cuerpo, su extensión material en la ropa, y el contexto social en el que habita.

El cuerpo vestido, dice Joanne Entwistle, es un “objeto situado dentro el mundo social”. En otras palabras, el cuerpo vestido no es simplemente un resultado de nuestros pensamientos y emociones individuales; es el resultado, además, del contexto social en el que vive. El vestido, entonces, funciona como parte de nuestra piel: divide nuestro ser de los demás, es una extensión de nuestro cuerpo, incluso de nuestra alma. El vestido es una expresión de cómo aprendemos a vivir en nuestros cuerpos, a sentirnos cómodos en ellos.

Pero para poder “sentirnos en casa” en nuestros cuerpos, debemos pasar por un proceso de selección y negociación. Escribiendo sobre las prácticas del vestir de las mujeres (en Why Women Wear What They Wear [Porqué las mujeres usan lo que usan]), Sophie Woodward explica que, al escoger qué ponerse, las mujeres negocian entre los múltiples, a veces sobrepuestos, roles que deben tomar. Este proceso, que no deja de causar una variedad de ansiedades, nos hace reflexionar sobre los distintos aspectos que hacen parte de nuestra identidad—incluyendo profesión, herencia cultural, contexto social, raza—, y toman en cuenta algunos factores externos—como el clima o la ocasión para la que nos vestimos—, para poder armar una pinta que se sienta adecuada en el momento en que salimos al mundo.

Los factores que tomamos en cuenta al vestirnos son innumerables, como también lo son las formas en que se reflejan en nuestras elecciones del traje. Pero lo que es claro—tan simple y complicado a la vez—, es que el color—o su ausencia—siempre es parte del proceso.

El tema es tan común en las prácticas diarias del vestir que hasta forma parte frecuente en las discusiones de clase con mis estudiantes. Un día, hablando con la fabulosa Debra Rapoport—a quien posiblemente hayan visto más de una vez en Advanced Style—ella, siempre súper confiada de sí misma, trató de convencernos a todos de usar más colores al vestir: la vida sería muy aburrida sin ellos. Pero una de las estudiantes, no muy convencida, explicó que el color la hacía sentir sobreexpuesta, como prestándose para el escrutinio, y que por eso prefiere vestirse de negro.

Y, de alguna manera, me pude identificar con ambas.

Apenas me mudé a Nueva York, sentí que los valores con los que había crecido tambaleaban casi hasta el punto de desmoronarse, enfrentando una cultura completamente nueva—por más agringados que seamos los colombianos—, subiendo de peso casi incontrolablemente por el cambio de comida y de rutina, tratando de acostumbrarme al cambio estacional en lugar del clima bipolar tropical de Bogotá… Y mi refugio, inevitablemente, y como el de muchos neoyorquinos, fue esconderme bajo el anonimato de la ropa negra.

Pero poco a poco me fui adaptando a mi nuevo hogar y recuperé algo de la confianza que había perdido durante los primeros meses. Aprendí, también, a apreciar, cada vez más, la herencia multicultural que me daban el haber crecido entre la cultura caribeña y la del interior, de haber sido educada, al menos parcialmente, por británicos, de haber viajado por el mundo y aprendido una variedad de idiomas y sus culturas. Y el color volvió a salir.

De muchas maneras, el color significa confianza: usamos color principalmente porque nos sentimos “en casa” en nuestro cuerpo—aunque, a veces, también lo usamos precisamente para darnos esa confianza que falta—. Y esto hace que usar color sea aun más importante.

La ausencia del color, el uso del negro y el blanco, también implica un tipo de confianza, basado en la simplicidad, que es igualmente valioso.

Y la lección, creo, está en aprender a usar los dos, o de conscientemente rechazar alguno, basado en el conocimiento de nuestro cuerpo.

Como estudiosa de la moda, es probable que reflexione sobre la ropa que uso y los mensajes que proyecta muchísimo más de lo que debería. Pero mientras paso—algo tarde en la vida—de ser estudiante a una persona “de verdad”, mis elecciones en el vestir se han convertido una parte esencial en la creación de mi identidad—como alguna vez lo fueron para los muchos sujetos “a la moda” que estudio—. Y entre más pienso sobre ellas, me doy cuenta que me siento más “en casa” en mi propio cuerpo—cubierto o no de colores.

Hoy los invito a ustedes, personas vestidas, a reflexionar sobre sus propias prácticas del vestir. Porque la verdad es que nuestras vestiduras, como nuestra piel, esconden muchas verdades sobre nosotros mismos; verdades que vale la pena explorar y descubrir en esta aventura que llamamos la vida.

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