Por qué dejé el “Fast Fashion”

Hace un año, durante mi semana de inducción en Parsons, una de mis profesoras le preguntó a un grupo de nuevos estudiantes de posgrado si alguna vez habían comprado algo en Forever 21. En estado de pánico por el primer día de clase, el salón se quedó en silencio absoluto, que sólo la profesora interrumpió: “¿Cómo así? ¡Ropa interior a 3 dólares! ¿Quién no la compraría?”

Y sí. Es muy difícil no sentirse tentado por la ropa interior de tres dólares. O las camisetas de cinco, los vestidos de diez, y los zapatos de quince… Puedes componer un outfit espectacular con menos de cincuenta dólares, y hacerte famosa en una cita romántica o en una noche de rumba (o ambas). Y, aunque yo hice parte del clan amante del fast fashion durante un buen tiempo, decidí dejarlo—o al menos tratar de hacerlo—. Y para ser honesta, ¡ha sido la mejor decisión que he tomado en mi vida!

Cuando era adolescente, no había nada que me importara más que verme bien. Siempre fui la niña inteligente en el colegio entonces era natural querer esconder mi cerebro detrás de ropa linda—y tener una mamá diseñadora siempre me ayudó—. Pasaba horas con mi nariz metida en la última Vogue o Harper’s Bazaar, y veía cuidadosamente las pasarelas de mis marcas favoritas apenas eran publicadas online. Nunca salía de mi casa sin antes mirarme en el espejo—y ver algo que me gustara, por supuesto—y odiaba ser vista con la misma pinta dos veces en una semana. Repetir ropa era mi peor pesadilla.

Hasta que me di cuenta que tenía que empacar toda mi vida en dos maletas y dejar todo lo demás.

Eso pasó hace poco más de un año, cuando decidí venir a hacer mi maestría en Fashion Studies en Parsons. Había soñado con mudarme a Nueva York por casi una década y el sueño finalmente se había cumplido. Y como no soy dueña ni de una aerolínea ni de un barco lo suficientemente grande para poder traer todas mis pertenencias desde Colombia, era imposible poder trastear toda mi ropa. Así que tuve que empezar a ser más inteligente en mis decisiones sartoriales.

Aunque no empaqué mis maletas sino hasta la noche antes de viajar, sí comencé a pensar en lo que quería traer semanas antes. Sabía que debía optimizar el espacio disponible y esto requería hacer una buena escogencia de lo que traería conmigo. El menor error hubiera terminado en un caos, entonces tenía que priorizar.

Teniendo en cuenta que en Nueva York hace frío como por ocho meses del año, decidí empacar abrigos y botas primero. Al final, siempre fueron las prendas en las que invertí—gracias a las presiones de mi mamá, que ahora es que estoy aprendiendo a valorar—y las que sabía que iba a usar con mayor frecuencia. Algunos de mis vestidos favoritos, pantalones y faldas seguirían, y dejé poco espacio para las camisetas y todo lo demás.

Después de decidir cómo priorizar los tipos de ropa, tenía que escoger las prendas específicas que iba a traer. Para hacerlo, seguí dos estrategias que, para mí, son las que cualquier persona con un mínimo de sentido común haría naturalmente. Primero, me pregunté con qué frecuencia iba a usar las prendas. Si la respuesta era “mucho”, se venía conmigo; si no, no. Pero la parte difícil aquí fue que me reencontré con un montón de cosas que había perdido dentro de mi armario y que de repente amaba. Aunque, la verdad, si las había perdido dentro de todas mis cosas, eso era un indicador más que claro de que no era tan importante para mí.

La segunda estrategia fue algo más neutral, y requería escoger lo que estaba en mejor estado y lo que tenía más posibilidades de perdurar en el tiempo. Y estas cosas, vale la pena resaltar, no fueron mis tesoros de fast fashion.

Después de pasar por el trauma de ver cajas llenas de ropa para ser donada en mi casa, y después de mudarme y finalmente sentirme en casa en Nueva York, he generado una especie de aversión por las marcas de ropa fast fashion. Creo que la principal razón para esto es que odio las multitudes y no hay nada que me torture más que entrar a un H&M lleno de gente en la Quinta Avenida cuando estoy caminando después de brunch los domingos. Pero creo que también es porque no tolero todo el concepto del fast fashion y la forma en que destruye más o menos todos los esfuerzos que la humanidad ha hecho para avanzar en temas de libertad, derechos humanos y desarrollo económico.

Antes de llegar al mundo académico de la moda, pasé por matemáticas, administración y economía, en donde aprendí lo suficiente sobre finanzas empresariales y derechos laborales para entender que no existe forma de que una camiseta que cuesta diez dólares le esté pagando un salario justo a todas las personas que hacen parte de la cadena productiva. Sólo piénsalo. Hay que sacar el material—natural o sintético—de algún lugar. Luego hay que hacer las telas, diseñar la prenda—aunque esto supongo que no es una gran parte del proceso pues casi todo es copiado—, cortar los patrones, coser, distribuir y vender la prenda. Y todas las personas que trabajan en cada una de estas etapas tiene que ganar algo.

Si el producto final cuesta diez dólares, supongamos que después de que el gigante del fast fashion saca su porción de utilidad, quedan—en el mejor de los casos—ocho dólares para ser distribuidos entre todas estas personas. Y sí, hay tecnología—aunque no nos engañemos, la producción de ropa sigue siendo en una gran parte un trabajo manual—y hay economías de escala y producción en masa, y la calidad del fast fashion es pésima… Pero igual no es suficiente para proveer un salario básico a estas personas, que les permita vivir decentemente—y por decentemente me refiero, en muchos casos, a escasamente poder comer.

Y eso que no estoy ni tocando el tema de derechos de autor, que es una de las contradicciones más grandes en el sistema de la moda—algo enorme, considerando que la moda, en sí, no parece ser nada más que una contradicción.

Entonces, ¿qué onda con el fast fashion? Supongo que puedes usar todas las últimas tendencias, si estás dispuesto a dejar de lado la calidad. Y puedes ponértelas un par de veces, que resulta ser suficiente para la mayoría de los fashionistas.

Sin embargo, yo soy humana. Y si hay algo que aprendí como economista, y especialmente como emprendedora social en un país en desarrollo, es que el mundo tiene un gran potencial de ser mejor. Y realmente creo que cualquier pequeño esfuerzo cuenta. Creo que es responsabilidad social ayudar a estas personas, y me he dado cuenta que la única forma en que lo puedo hacer inmediatamente es no comprándole a las compañías que promueven las condiciones inhumanas en que deben sufrir cada día los trabajadores de ropa. Y aunque el problema de trabajadores maltratados no es exclusivo del fast fashion, ni de la industria de la moda en general, creo que el fast fashion es uno de los peores ejemplos de espacios laborales inseguros y violaciones de derechos laborales y humanos para los trabajadores.

Además—y por muy cursi que suene—, realmente no me considero una fashionista, así ame la moda. Soy más fanática del estilo, esa esencia interminable y mágica que perdura a través de los siglos, y no de la moda y sus siempre cambiantes tendencias. Amo poder identificar la esencia de las personas en lo que se ponen, ver un reflejo de sus personalidades e identidades, e incluso de sus creencias políticas, en el vestir. Estoy enamorada de la idea de encontrar una prenda que me describa, sea una falda, una silueta de pantalones, o una pinta completa. Y esto es algo que se puede hacer con pocas prendas que son escogidas cuidadosa e inteligentemente.

Y por eso es que dejé el fast fashion.

Y lo amo.

No compro tanto como antes, pero la verdad es que nunca necesité comprar tanto. He estado tratando de encontrar el tipo de pinta que se me ve bien y que sé que puedo ponerme cuando no estoy segura de qué quiero usar. He aprendido a desafiar mi creatividad al mezclar mis viejas prendas para crear pintas nuevas—y, espero, trabajar por tener la colección de ropa perfecta. Y también he aprendido a disfrutar el placer de ahorrar algo de dinero para comprar una cartera de cuero heha a mano en Italia o una pieza de lana elaborada con técnicas ancestrales de algún diseñador emergente.

No estoy tratando de convencer a nadie de que tengo la razón y de que el fast fashion está mal. Si va con tu estilo de vida, úsalo. Pero en mi caso, creo que mi conocimiento de economía y el haber crecido en uno de los países con mayor desigualdad en el mundo me ha mostrado lo malo que es explotar humanos—y eso es lo que creo, exactamente, que hace el fast fashion. Así que, más que nada, dejar el fast fashion simboliza, para mí, el poder de trabajar por lograr un futuro mejor para la humanidad; uno que tal vez yo no vea pero que espero mis nietos sí. Y en el proceso—que, a propósito, no ha sido fácil con los letreros de $5 que aparecen por todas partes—he aprendido a trabajar duro por algo en lo que creo. Y esto es definitivamente lo más gratificante que uno puede hacer en la vida.

Si les interesa el tema, Paula Goldstein y Jada Wong tienen artículos en inglés sobre él (Goldstein habla sobre cómo logró decidirse entre la moda justa y la rápida y Wong explica su relación de amor-y-odio con la moda rápida).

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